Caridad.

Día del Amor Fraterno.

“Sentimiento experimentado por una persona hacia otra, que se manifiesta en desear su compañía, alegrarse con lo que es bueno para ella y sufrir con lo que es malo”. Esta es la definición de amor de Dña. María Moliner (ed. 1986). Añade términos similares: “Adhesión, admiración, adoración, afecto, afición, altruismo, amistad, apego, armonía, asimiento, bienquerencia, caridad, cariño, compasión, devoción, entrega, estimación, filantropía, ilusión, interés, predilección, querencia…. No hace referencia al amor específicamente fraterno, (“propio de hermanos”), y creo que sería bueno escarbar en las características peculiares del amor entre hermanos. Ya sé que entre hermanos hay, a veces, montones de comportamientos que poco tienen que ver con el amor, y que el daño que producen es de los más difíciles de llevar. Pero lo dejo para otro día. Porque el día de hoy, la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor, es el día del Amor Fraterno. Y no será casualidad ese adjetivo añadido a la mejor palabra del vocabulario.

Amor fraterno suscita (en cada persona que tenga hermanos) sentimientos encontrados. Incluso sentimientos que creíamos perdidos, si nos permitimos recordar un poco más. Desde que te rompen tu juguete favorito hasta el día en que personifican la ayuda que necesitas en el momento más desesperado, los hermanos representan lo mejor y lo peor. Te hartas de ellos, (cuando los tienes), y los añoras enormemente (cuando no). ¿A quién se le ocurrió llamar fraterno al amor que debemos tenernos los cristianos? El amor a los hermanos implica mucha convivencia, mucho perdón, mucho conocimiento, mucha paciencia, muchísima tolerancia, apoyo total e inesperado, momentos muy desesperantes, algún que otro desengaño y la seguridad de que nunca te faltará un sofá donde dormir si llegan los malos tiempos.

Están también los secretos, la complicidad, las risas, las cosas que no hace falta decir y los códigos invisibles. El “¿os acordáis cuando…?”, el disfrute de las fotos antiguas, las viejas (y pesadas) bromas. En suma, la historia familiar compartida, cada uno desde su puesto, cada uno con su punto de vista particular. Resulta difícil extrapolar este contenido de “fraterno” al ámbito de la familia que formamos como Iglesia. Y, por otra parte, todo lo que le vemos de extraño a este intento, se llena de sentido cuando se mira dos veces, con cariño en lo ojos. Si cualquiera de mis prójimos ha de ser mi hermano, me costaría poco no juzgarle sin conocer su circunstancia. Sería capaz de perdonarle todo. Podría ayudarle hasta límites que nunca creí posibles. Y cuando, más allá de lo razonable, mi hermano me necesitara, siempre estaría a mano la única razón posible: “Es mi hermano”.

Jesús nos entregó su Cuerpo como señal de unión entre nosotros. La fiesta de la Eucaristía, en la que compartimos su Cuerpo y su Sangre, es la fiesta de la gran fraternidad... La experiencia familiar e infantil de los hermanos genera afectos capaces de alimentar la buena relación de toda una vida. Lo que compartimos los cristianos, el don de Jesús hecho carne, es suficiente como para que, de una vez por todas, nos comprometamos a mantener entre nosotros una relación más rica, más amorosa, más verdaderamente fraterna.


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