Paz de Cristo, paz del mundo.


(Jn 14, 27-31a) La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo.

En su visión sobre la última cena, a Juan le importa mucho recoger cómo Jesús habla de su futura ausencia: vendrá con una muerte inminente, todavía negada por sus discípulos. Su Maestro sabe que se encuentran ante un desafio nuevo en su seguimiento. Les pide que no se instalen en el miedo como único reducto para superar su desaparición. Les ofrece paz, presencia y alegría.  La batalla del Evangelio pasa por un trance mortal, pero no terminante. El «Príncipe del mundo» dictaminará la cruz y citará al Hijo de Dios en el Gólgota. Pero para cuando eso suceda, Jesús anima a sus discípulos a seguir «creyendo». Es en la fe como la ausencia, en realidad, se hará presencia: esa presencia con sabor a una «paz» distinta, donde toda muerte finalmente muere y nace la vida. No es una paz de quietud, paz de cementerio, sino una paz de eterna Vida. 
Es una paz que vence en medio de la turbación, porque es la expresión y la consecuencia del amor de Cristo por el Padre, y que por voluntad del Padre él nos transmite a nosotros; es el amor que le hace actuar como el Padre le ha ordenado, y que nos ordena actuar a nosotros como testigos de Cristo y portadores de su paz. 
 

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