Santa María, Madre de Dios.



 
Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
 
Hay personas que saben ver más allá de lo que tienen delante. Tienen la vista aguzada y descubren cosas que otros no vemos. Algo así les pasó a los pastores. El ángel que les había orientado a acercarse al pesebre les había ayudado también a ver más allá de las apariencias. Porque las apariencias eran lo que eran: una pareja de pobres refugiados en un pesebre-cueva donde ella acababa de dar a luz un niño en un lugar maloliente como lo son esos lugares (esto del olor se nos olvida ponerlo en los hermosos belenes que hacemos en nuestras casas pero es elemento fundamental del nacimiento de Jesús).

Los pastores vieron más allá de las apariencias y dieron gloria y alabanza a Dios. Ellos vieron que en aquel niño estaba presente la esperanza de Israel y de toda la humanidad. Sintieron que estaban ante el amanecer de un mundo nuevo. Por eso su alegría profunda, su gozo y su acción de gracias.

María, dice también el Evangelio, conservaba todas estas cosas en su corazón. Otra que también tenía la vista aguzada y sabía ir más allá de las apariencias. Aquel niño salido de sus entrañas era el fruto misterioso de la acción de Dios. No conocía cómo iba a ser su futuro, no sabía los detalles, pero estaba pronta a abrir los ojos y dejarse maravillar por aquel niño, su hijo, que le iba a sacar de las rutinas de cualquier mujer judía de su tiempo y le iba a hacer caminar por sendas nuevas y desconocidas: las sendas del Reino pero también de la pasión y de la muerte. Y, sí, también de la resurrección.

Todavía estamos celebrando la Navidad. Es tiempo de dar gloria a Dios. Pero es tiempo también de aguzar la vista y saber que en medio de nosotros está presente la fuerza de Dios que está presente y vivo en nuestro mundo.

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