24 de marzo de 2024. Domingo de Ramos. Ciclo B. Bendito el que viene en nombre del Señor.


“Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 14, 1 — 15, 47).

Es la impresionante confesión de fe del centurión romano al ver cómo muere Jesús y con la que San Marcos concluye el relato de la Pasión de Jesús. A lo largo de la Pasión lo que Jesús había escuchado eran acusaciones por parte de las autoridades judías, palabras cobardes de parte de Pilatos, peticiones de condena de parte del pueblo que prefiere liberar a Barrabás, insultos y ultrajes por parte de aquellos que están al pie de la cruz… Los que tenían que haber reconocido a Jesús, sea por las profecías de los profetas, sea por sus palabras y acciones a lo largo de la vida, reniegan de él en el momento decisivo. E incluso Pedro le niega por tres veces: “Yo no conozco a ese hombre de quien habláis” (c. 14, v. 71). Sólo el centurión romano, alguien pagano, hace un juicio verdadero de quién es Jesús: “verdaderamente”. El evangelista Marcos destaca con ese adverbio que entre todas las palabras que se dicen en la Pasión éstas son las únicas verdaderas, que el centurión es el único que dice verdad, que esa es la verdad del Crucificado. Pese a todo, y por todo, es el Hijo de Dios.

“Este hombre”, no otro. Este hombre que el centurión ha visto morir en la cruz, la muerte cruel de los criminales y malditos. No sabemos si el centurión conocía de antes a Jesús, probablemente no, o si había oído hablar de él en algún momento. Pero es este hombre concreto el que le impresiona “al ver que había expirado de aquella manera” (c. 15, v. 39). ¿Qué es lo que vio el centurión en el morir de Jesús que tanto la impresionó? La dignidad en el morir, la mirada al Padre, dolorida pero llena de confianza, porque en ningún momento deja de llamar a Dios Padre, ni siquiera en el morir. Nadie moría así en el tormento de la cruz.

Para nosotros, este hombre es verdaderamente el Hijo de Dios, porque es el que entregó su vida para nuestra salvación. Porque eso es, en Jesús y para nosotros, ser hijos de Dios: entregarnos, darnos en favor de nuestros hermanos, tanto como la gracia de Dios lo haga posible.

 Quizá entonces muchos “paganos” de hoy (Sean cercanos, alejados o lejanos) vislumbren, en nuestra entrega, al Dios que los ama.

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