Viernes Santo


La Cruz
“Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y par esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Juan 18,37).


Tú, que has sido la dignidad de la Palabra,
¿qué te queda ahora por hacer?
Tú que le has puesto el mejor traje a la Palabra,
¿con qué la vestirás en esta hora?

María, que estás junto a la cruz,
dime a qué suenan los acentos de Jesús que tú percibes.
María, tú que todo lo guardas y lo rumias,
dinos cuál es el itinerario de tu Hijo.

Va y viene mi Hijo, lo traen y lo llevan.
Le preguntan y casi siempre calla.
Todos gritan, vociferan, le insultan.
¿Acaso el mundo se calla para oír a las víctimas?

Mi Hijo cae y se levanta.
¡Veo en rostro tantas señales de dolor!
Se me parte el alma.
El, tan fuerte siempre, apenas le llega ya el aliento.

Pero no morirá hasta que lo alcen,
hasta que abrace a todos con sus brazos,
hasta que a todos consuele con su Espíritu,
hasta que lo levanten como Kyrios de todo lo creado.

Le quitan los vestidos, la fama…
Y así queda desnudo, crucificado, atravesado.
Yo le miro, inclinado, como estuvo siempre
para mirar y levantar a los de abajo.

¡Que se llevan a mi Hijo! ¡Se llevan al Novio!
Sus manos, tan llenas de ternura, abrazan ahora una cruz.
La libertad de todo ser humano fluye generosa de su cruz.
El abismo del mal es abierto de par en par por el amor. en sus ojos.

Me brota de nuevo decir: ¡Fiat!
La Palabra que salva pide un Sí.
En nombre de muchos yo lo doy.
¡Hágase en mí el amor crucificado!

Como rama cargada con su fruto,
hacia el mundo inclina mi Hijo su cabeza.
Y yo también soy crucificada.
Ante la expresividad del amor crucificado, todo queda en silencio. ¡Gracias! ¡Amén!

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