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Mostrando entradas de mayo, 2024

«Sígueme».

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(Jn 21, 15-19) Apacienta mis corderos, pastorea mis ovejas. El diálogo de Jesús resucitado con Pedro en el lago explica que seamos hoy Iglesia. El Maestro situó a su Discípulo donde nunca deseamos estar nadie: en la conciencia de cuán débil es nuestro querer. Pedro, tras ser preguntado insistentemente por la fortaleza de su amistad, aceptó que el suelo de su corazón era rompible. Pero Jesús no pretendía recriminar a su amigo. Buscaba asegurarle que podia contar con El. Jesús vino a confesarle que se sentía conmovido por quienes solo son capaces de amores fragilizados e inconstantes y aun así intentan seguir amando. A esos amores Jesús ofrece toda su fidelidad. Y esa fidelidad es justamente el pilar que, en Pedro, sostiene a toda la Iglesia.

Mirar y escuchar.

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(Jn 17, 20-26) Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno.  Cuando los demás nos miran y escuchan, no miran ni escuchan lo que hacemos y decimos. Observan nuestros “desde dónde” no nuestros “qué” : desde dónde hacemos cuanto hacemos y decimos. No se detienen en los detalles, sino en la fuente de la que emanan los detalles. Lo que impacta de nosotros en los demás es cuanto tenemos dentro no fuera. Ese desde dónde hacemos y decimos es nuestro amor primero. Jesús se preocupó mucho de que sus obras y palabras nno se interpretaran como suyas. Su fuente era un Dios mayor, extraordinariamente rico en obras y palabras todas conectadas con su misericordia: una misericordia visible y audible para quien quiere realmente mirar y escuchar.    

Que sean uno, como nosotros.

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(Jn 17, 11b-19) Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros. Cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste. El «mundo», en Juan, es cualquier dinámica que confina el corazón y lo hace egoista. Le quita claves de esperanza y le sustrae la creatividad necesaria para contrarrestar el desamor humano. Lo mundano es corrosivo porque provoca la pérdida del sentido de la gratuidad. Obstaculiza encontrar formas para acertar con la paz. Tienta para optar por las mil y una versiones de la muerte. Por tal motivo, la misión que propone el Evangelio es inyectar en el «mundo» imaginación para la vida. No se trata de condenarlo, sino de convencerlo de que el amor es parte, la más importante, de la solución. La Iglesia tiene, en suma, la encomienda de ser latido de fe dentro de un «mundo» desolado por ser descreído de Dios y, sobre todo, de sí mismo.

Que os améis unos a otros como yo os he amado.

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(Jn 15, 9-17) No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido.  En todos los evangelios late la confianza en que nuestra interioridad es lugar de especial revelación de la fraternidad. Se trata entonces de llegar a ella para descubrirlo. Sin embargo, no hay viaje más difícil que el que se emprende hacia el centro de nosotros mismos. Podemos quedarnos entrampados al llegar a ese espejo que tenemos todos y que nos devuelve la imagen de nuestro rostro, para enzarzarnos así en nuestro narcisismo. Los evangelios invitan a derribar ese espejo. Dios espera detrás y nos señala otro camino por hacer aún hacia el mundo y su historia, el espacio en que nuestros hermanos y hermanas se debaten en sus desafíos...  Y está más que comprobado: el amor, y nada más que el amor del que habla Jesús, es capaz de romper ese tipo tan especial de espejos.    

La paz en Jesús.

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(Jn 16, 29-33) En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo. El cristianismo no fantasea con existencias idílicas. Jesús pronostica «luchas». La historia es escenario de esfuerzos, más que de facilidades. Los seres humanos siguen infligiéndose dolor unos a otros. En el mundo residen victimarios que se alían, maniobran con mala fe, manipulan, extorsionan y matan. Afanes desmedidos, egoísmos excluyentes, fuerzas deshumanizadoras: su número continúa siendo incontable. EI Gólgota delatará en su momento que las «luchas» nos sobrevendrán, porque son muchas las víctimas de ayer, hoy y mañana, que están al final de una cadena insufrible de perversidad...  Sin duda, el cristianismo no puede fantasear existencias idílicas, pero tampoco se repliega en el derrotismo. Se agarra a lo que Jesús dice de si: «Yo he vencido al mundo». Resulta que las «luchas» que merece el Evangelio iya tienen desenlace!

Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. VII DOMINGO DE PASCUA. ASCENSIÓN DEL SEÑOR, solemnidad. AÑO B.

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(Mc 16, 15-20) Fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios.  La Ascensión traza un abrazo entre el cielo y la tierra. Es el abrazo que nos veda concebir la tierra y el cielo separados una de otro. La Ascensión es eso que le sucede a Jesús resucitado por lo que nos confirma que todo Él (su vida concreta, su palabra, sus deseos para la humanidad, las luchas que afronta para realizarlos, su modo de amar, sufrir y morir) está, ni más ni menos, en el centro del cielo allí donde imaginamos a Dios mismo. Todo lo humano de Jesús se halla en Dios. Es decir, en el cielo reside un vecino de Nazaret, el «hijo del carpintero», el maestro itinerante de Galilea y Judea. La tierra está arriba. Cuanto somos como humanidad es, por fin, escuchado, entendido y acogido en el cielo. Dios conoce nuestro idioma... Pero la Ascensión nos anima a recordar también que Dios ha dejado de ser un extraño para nosotros. Ha expresado su «misterio» en su Hijo, por cierto, un nazareno avezado a profesiones manua

Nadie os quitará vuestra alegría.

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(Jn 16, 20-23a) Vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría.  Un día será posible que hablen los corazones sin tristeza. Lo harán sin lastimar, sin necesidad de defenderse. Simplemente se sentarán frente a frente y se relatarán los caminos por los que fueron queriendo y queriéndose. No tendrán reparo alguno en contarse entonces sus heridas y errores, para pasar enseguida a detallar cómo fueron aprendiendo a querer. No habrá juicios, sino que se comprenderă por qué se amó mal y cómo se intentó amar mejor... Es lo que Jesús promete a sus discípulos al despedirse de ellos. Vivirán la alegría de sentir el amor único que abraza sus corazones: el que el Padre y su Hijo se manifiestan desde siempre, sentados cara a cara, relatándose los caminos por los que también fueron queriendo y queriéndose.

La alegría es el fruto del Espíritu Santo.

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(Jn 16, 16-20) Estaréis tristes , pero vuestra tristeza se convertirá en alegría.  El evangelista Juan es prolijo en rellenar de fondo y forma la ausencia futura de Jesús. Será una presencia de nuevo fuste, en la que el Espíritu entablará un diálogo continuo con nuestra conciencia, actualizando el Evangelio. Infundirá rebeldía ante la injusticia e insobornabilidad ante el mal, a la vez que comunicará imaginación para el servicio y vías para la fraternidad. Mientras esa comunicación fluye, el Espíritu dulcifica nuestras heridas, nos saca de nosotros y nos trasplanta a la comunidad. Logra que podamos leer la vida como una historia con posibilidad de ser distinta, porque hace florecer la inteligencia para la reconciliación y el encuentro. Será evidente entonces lo que promete Jesús tan tajantemente en su ausencia:    «Vuestra tristeza se convertirá en alegría»  

Su Espíritu a todos da.

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(Jn 16, 12-15) El Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena.  Juan, en estas líneas, augura lo que será Pentecostés. A partir de lo que fue aquel acontecimiento del Espíritu, ya ningún creyente se sentirá ajeno a Jesús: ni a sus palabras, ni a sus hechos. Pentecostés fue ocasión para que se interiorizara al Resucitado. No se iba a ir más, porque habita nuestra profundidad. El Espíritu hace que el Evangelio no sea vago, sino concreto; que no sea historia pasada, sino presente en curso; que no sea ejemplo nostálgico, sino guía actual de la propia libertad; que no se interprete como experiencia privada de unos pocos, sino como impulso comunicable en cualquier cultura y lengua.  Por el Espíritu, Jesús deja de pertenecer a un tiempo y a un lugar determinados para ser misteriosamente de todo tiempo y de todo lugar. Jesús está entre nosotros. Él vive hoy y su Espíritu a todos da.     

La venida del Paráclito.

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(Jn 16, 5-11) Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito.  «El Príncipe de este mundo está condenado». A uno le gustaría que esta condena fuese proclamada en los mil sitios del planeta donde muchos detentadores de poderes deshumanizadores campan por sus respetos. Sería suficiente con colgar tal condena en la entrada principal de los sistemas egocéntricos que pilotan el mundo. Por supuesto, no se creería palabra alguna y el heraldo que trajo el aviso sería despreciado por su ingenuidad. El Príncipe de este mundo está convencido de que no habrá juicio sobre él porque su pecado desactivará todo deseo de justicia. Y, sin embargo, Jesús dice que ya se ha dictado sentencia: el mal carece de suelo donde afirmarse. La historia ratifica esa sentencia cuando, para asombro suyo y de sus secuaces, los poderosos no consiguen perpetuarse en la injusticia que crearon... y mueren traicionados por otros que van armados de su propia maldad. El Espíritu Paráclito, intercesor y consuelo que nos envía

Y también vosotros daréis testimonio.

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[Jn 15, 26 — 16, 4a) El Espíritu de la verdad dará testimonio de mí.  El cristianismo primitivo convivió intensamente con la persecución. Solo transcurridos varios siglos los cristianos alcanzaron reconocimiento social. Vendrían después otros desafíos. Pero en la memoria colectiva de la Iglesia perduró el aprecio por el martirio como forma extraordinaria de manifestación de la fe. Jesús vaticina la resistencia a la penetración del Evangelio en sus primeros pasos. Aun así, el Espíritu no hará una negociación a la baja ante la dificultad que se avecina. Será exclusivamente «Espíritu de verdad» que «dará testimonio» de Jesús. Hay que olvidarse de depreciar el mensaje, de transigir con cuanto lo falsifique y de optar por la mediocridad. Y, sin embargo, a pesar de colocarnos en zona de riesgo...    En ese Espíritu tendremos a nuestro auténtico «Defensor».    

Permaneced en mi amor. VI DOMINGO DE Pascua. Ciclo B.

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(Jn 15, 9-17) Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.  Jesús conoce la ambivalencia del amor. Sin embargo. fue precisamente en la Última Cena donde no duda en proclamar el amor como la clave del Reino. Aquella cena de despedida habría sido mucho más propicia para hablar de otra cosa, ya que la infidelidad y la traición ocupaban puestos a la mesa. Jesús, en cambio, exige el amor con una rotundidad inusual. Es el amor quien impide que se tracen escalafones. En él no hay «siervos». Y consigue que asi sea, porque no recurre a la violencia para resolver conflictos. Ya se sabe: la violencia, a la postre, sojuzga y abaja, fractura, deshumaniza, separa y mata. Tal deriva se encuentra en las antípodas de lo que pretende el amor reclamado por Jesús. El Evangelio postula un amor que solo se puede entender como dinámica constante de fraternización, incluso de amistad. Al sentenciar aquello de «vosotros sois mis amigos», posiblemente esté resumiendo el meollo de toda la Re

En el camino lo conoceremos.

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(Jn 14, 6-14) Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces? «Yo soy el camin0, y la verdad, y la vida». El orden de esta cadencia explica lo que acontece en nuestra experiencia de Él. Jesús es «verdad» que conduce a la «vida» solo si las enmarcamoS en un «camino»: en una sucesion de momentos engranados en el tiempo, que se abren cada vez más a una profundidad mayor. La «verdad» que nos acompañará a abrazar la «vida» aflora en ese «camino», no fuera de él. Nunca podremos conocer a Jesús de una vez por todas y completamente. La verdad y la vida son, ellas mismas, peregrinas. Con todo eso, quizá Jesús está diciéndonos que no dejará de ser para nosotros el maestro itinerante que, de hecho, siempre fue para sus discípulos. Pongámonos siempre en camino superando toda inercia, todo sedentarismo vital y espiritual. Nuestros pasos rebosarán de Verdad y Vida.    En ese camino conoceremos a Jesús y conoceremos al Padre.     

Fe y alegría plena.

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(Jn 15, 9-11) Permaneced en mi amor para que vuestra alegría llegue a plenitud.  En muchas ocasiones es posible la paradoja de que los árboles no nos dejen ver el bosque. De que las legítimas devociones, romerías y tradiciones populares opaquen lo primordial, empalidezcan el camino de la Pascua, el tiempo más importante de nuestra fe en el que el discípulo llega a la culminación de permanecer en el amor de Cristo Resucitado y vivir así la alegría plena y definitiva. ¿Hasta dónde podemos llegar a entregarnos cuando decimos que queremos a alguien? La respuesta que demos dependerá mucho de los patrones que hemos interiorizado principalmente a través de nuestra biografía. Pero el denominador común de ellos sería fácil de obtener: queremos como hemos aprendido a querer... Jesús remite a su procedencia para avalar y describir su entrega personal. Ama según el amor que ha asimilado de su Padre. Ese amor le invita a permanecer con El, pero a permanecer igualmente con sus discípulos. Es amor qu

La permanencia en Cristo es nuestra fuerza.

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(Jn 15, 1-8) Si Permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Nos es imprescindible un punto de apoyo, una mano amiga, una palabra próxima. No nos bastamos a nosotros mismos para tolerar el impacto hiriente de la vida diaria. Los titanes forman parte de las leyendas míticas, no de nuestro mundo real. Somos miembros vulnerables de una humanidad que inflige heridas por muchos motivos. Así lo ratifica la vida constantemente. Pero hasta eso es Ilevadero si poseemos la certeza de que pertenecemos a Alguien y de que permanecemos en Él. Solo eso justifica y da alas a la entrega decidida para proponer el Evangelio. Jesús quiso que sus discípulos lo supieran, mientras miraba cómo circulaba la savia por los sarmientos de un viñedo.